lunes, 9 de noviembre de 2009
TRES MESES EN EL EXILIO
Más de 7mil personas permanecieron refugiados en escuelas y casas comunales de Santa Ana. La erupción del Ilamatepec en 2005 provocó gran destrucción en el cantón Los Planes, en el lago de Coatepeque, en Santa Ana.
Gumersindo Galán se levantó de su cama como la había hecho siempre durante muchos años. Dispuesto a tomarse la acostumbrada taza de café de las 8 de la mañana, el anciano pidió a su esposa, Eduarda, que pusiera el pichel al fuego. El cielo estaba nublado y una brisa fresca movía la copa de los árboles y las huertas que estaban atrás de la casa.
La anciana, de 81 años, llevó la taza de café a la mesa y él sacó un pan francés que había guardado del día anterior y lo puso sobre la taza. Cerró sus ojos y pidió a Dios que bendijera aquello que estaba a punto de consumir. Aún no había terminado de orar cuando una explosión se escuchó a lo lejos. Él siguió rezando.
-¡Chindo, Chindo! Vení ve el cerro, le gritó su esposa. Gumersindo hizo su mayor esfuerzo para levantarse de la mesa a toda prisa sin haber probado el café. “¡Ay Dios mío!, el cerro está reventando. Aquí no queda de otra que ponernos a orar”, dijo el anciano. Los dos esposos se encerraron en el cuarto y pidieron a Dios que los protegiera. De pronto, los gritos de los familiares y vecinos se escucharon afuera, en el patio.
El Apocalipsis
Aquel sábado 1 de octubre de 2005, sin que nadie lo predijera, el volcán Ilamatepec comenzó a hacer erupción. Los más de 7 mil habitantes distribuidos en los 24 kilómetros de periferia del lago de Coatepeque fueron testigos de aquel fenómeno natural. Una gruesa capa de ceniza cubrió el cielo, a tal punto que parecía noche.
-¡Auxilio, papá, auxilio!, grito asustada una de las hijas de Gumersindo. Unas 200 personas del cantón San Juan Las Minas se habían agolpado en el patio de la casa. Luego de haberse escuchado el estruendo, el volcán comenzó a emitir un ruido como el de turbinas de avión. “Era como una gran liberación de aire que aumentaba su fuerza cada segundo”, cuenta Cristina Aguirre, habitante del cantón Las Minas.
El volcán lanzaba rocas y ceniza. El problema era que nadie sabía con certeza dónde caerían. Las rocas encendidas resaltaban entre la ceniza arrojada. Los pobladores observaron destellos de color naranja que bañaban al volcán, lo cual fue confirmado por algunos medios de comunicación al encontrar rocas encendidas en la carretera que conduce al Cerro Verde.
Las 8 de la mañana se convirtió para algunos en un apocalipsis. El miedo y la desesperación provocaron que algunas personas confundieran la erupción del Ilamatepec con el fin del mundo. “Mi papá comenzó a gritar y a pedirle perdón a Dios por haberse apartado de la iglesia. Creyó que todos nos íbamos a morir”, recuerda Melvin Ramos.
La huida
Cuando don Gumersindo abrió la puerta, vio que su casa estaba rodeada por un grupo de personas. Los gritos desesperados de mujeres y niños demostraban la angustia y aflicción que sentían. “Vámonos, vámonos”, le decían. En la zozobra, pocas personas se preocuparon por sus pertenencias y dispusieron salir solo con la ropa que vestían. Además, muchas casas quedaron con las puertas abiertas. “Por la prisa de salir, yo ni ropa me cambié. En el camino me di cuenta de que con un pantalón roto de las rodillas y un chirajo de camisa iba”, narra sonriente el anciano.
Su tez morena y arrugada refleja sus 84 años de edad. Sus cabellos blancos esconden aquella historia que pocas veces ha tenido la oportunidad de contar, pero que la recuerda como si fuera ayer.
Como guiados por un pensamiento diferente, el grupo de personas se dividió en dos. La mitad siguió al anciano y caminaron 3 kilómetros por la calle que conduce a Las Lajas, límite entre Santa Ana y Sonsonate, donde vive una de sus hijas. Al llegar al lugar, descubrieron que un pick up estaba aparcado frente a la casa de su hija, el cual pensaron que los trasladaría hacia El Congo y los pondría a salvo. La otra mitad caminó 4 kilómetros hasta llegar al punto de buses, donde se reunieron con una gran muchedumbre. A simple vista parecían incontables.
Las calles estaban repletas de personas provenientes del cantón Los Planes del Lago de Coatepeque y sus alrededores. Todas compartían el afán de poder salir de aquel lugar. Grandes y chicos gritaban desesperados para que los conductores de los pocos vehículos que circulaban por la zona pudieran ayudarlos. “Nadie quería llevar gente, pero como la gran multitud cubría más de 3 kilómetros de la carretera principal, no podían pasar y se veían obligados a detenerse”, explica Ismael Ávila, uno de los motoristas que ayudó a trasladar a las personas hacia El Congo.
“Ayudé a todos, menos a mi familia”
El reloj marcaba las 8:05am. Mirna Galán, nieta de don Gumersindo, y su novio se conducían en el pick up hacia el lago de Coatepeque cuando recibieron una llamada que los alertó de lo sucedido. Como era su día libre, el novio la había ido a recoger para llevarla a casa. Cuando llegaron al lugar llamado “el mirador”, pudieron observar que sobre el volcán se había formado una figura en forma de hongo y no se podía ver las faldas del cerro, porque estaban cubiertas de humo y ceniza. “Cuando vi que el cerro había explotado, aceleré el carro para llegar lo más rápido que pude y así sacar a la familia de Mirna”, asegura Luis Cerritos.
Llegaron a casa de su novia. Y todo el cantón los Planes estaba oscurecido. La ceniza había cubierto el cielo y el volcán seguía emitiendo fuertes ruidos. Una briza soplaba y una tormenta comenzaba a formarse. En los 12 kilómetros que recorrieron desde el mirador hasta la casa de su novia, observaron a personas que corrían desesperados, otros llorando y a mujeres desmayadas en la calle.
El pick up que encontró don Gumersindo en casa de su hija era el de Luís Cerritos, el novio de Mirna. Ayudar a trasladar a las personas en su vehículo no estaba en sus planes, pero al ver la situación decidió hacerlo lo más pronto que pudo. De repente, una fuerte lluvia comenzó a caer fruto de la erupción volcánica, lo que hacía más difícil la situación. “Cuando llevaba el tercer viaje, se ponchó una llanta delantera del pick up y debajo de aquella gran tormenta me puse a cambiarla, pero nadie de las personas que llevaba me quiso ayudar. Quizás por el mismo nerviosismo”, cuenta cerritos.
Después de realizar cinco viajes de personas, Cerritos recordó que debía ir por su familia, la cual vive en el cantón La Bendición, ubicado en el otro extremo del lago de Coatepeque. Debido a la muchedumbre que se encontraba por las calles, no podía aumentar la velocidad por miedo de atropellar a alguien. “Cuando llegué a mi casa, ya no encontré a nadie. Ya todos se habían ido. Y no andaba ni saldo para llamarles y ver dónde estaban”, testifica.
Fuertes correntadas
Una hora después de la erupción, la ayuda comenzó a llegar. Camiones de la Alcaldía Municipal de El Congo, apoyados por la Policía Nacional Civil, comenzaron a trasladar a las personas hacia las escuelas de Santa Ana y El Congo que servirían como albergues. Pocas personas lograron llevar consigo parte de sus pertenencias. Más que todo, llenaban sacos de pita y nilón con ropa.
Ramón Morales, en la precisión, no se dio cuenta de que el saco blanco de nilón que subió al camión que los trasladaría no era el saco con ropa, sino uno lleno de tuzas que había traído un día antes para darle de comer al caballo. Lo descubrió cuando llegó al albergue.
Un día no bastó para trasladar a la multitud. Las condiciones del clima impidieron que las acciones de rescate pudieran continuar.
A las 8 de la noche, la lluvia que había caído provocó fuertes correntadas que bajaron desde las faldas del volcán. A pesar de eso, la gente seguía intentando salir para ponerse a salvo. Esa noche, la fuerte correntada comenzó a arrastrar árboles, casas y todo lo que encontrara a su paso.
Un camión de la alcaldía de Santa Ana y un pick up de la PNC fueron arrastrados por las correntadas y depositados en el lago, el mismo sábado. Muchos habitantes del cantón Los Planes que no quisieron salir ese día no durmieron a causa del miedo que les provocaba el estruendo generado por las fuertes corrientes de agua.
Al día siguiente, las personas que se habían quedado observaron que algunas casas habían desaparecido y que la calle estaba partida. El paso de vehículos era imposible. Una barranca, de aproximadamente 2 metros de profundidad por 3 de ancho, se había formado a un costado del Complejo Educativo Fe y Alegría La Merced.
El clima empeoró y las labores de rescate se hacían más difíciles porque cada vez que llovía no podía pasarse de un ludo al otro debido a la corriente de agua.
Victoria Barillas, de 80 años, y sus hijos se refugiaron en el cerro del cementerio “el Guacamallero.” Cuenta que desde allá pudo ver cómo las corrientes de agua se llevaban su casa. “Yo grité cuando vi eso y casi me desmayé.” En total pasaron tres días sin comer. Nadie se había percatado de su presencia en el lugar hasta que decidieron bajar al punto de buses.
“Lo más terrible fue el día domingo”, explica Wilfredo Aguilar. Las lluvias provocaron que el caserío Agua Caliente, ubicado dos cuadras antes del turicentro Laja Maya, quedara incomunicado. No había para dónde correr. Fuertes correntadas impedían que los cuidadores de quintas pudieran salir. “Los dueños de las quintas nos habían ordenado que no dejáramos solo porque podían venir personas a robar. Entonces, nos tocó quedarnos”, explica Manuel Ramírez, quien fue auxiliado por un vecino, debido a que el agua había inundado la vivienda.
El domingo 2 de octubre, llovió todo el día. Entre las 8 y 9 de la noche, las corrientes de agua abarcaron grandes dimensiones. Cinco colonias completas desaparecieron. Más de 2 kilómetros de carretera quedaron soterrados.
Los postes del alumbrado eléctrico habían sido derribados por las corrientes de agua y por los árboles que se habían caído. “La tierra temblaba. Y se escuchaba cómo grandes rocas chocaban entre sí. Parecía que el cerro se nos venía encima y eso molestaba los nervios”, recuerda Juan Aguilar, yerno de don Gumersindo.
La vibración de la tierra y el estruendo de la correntada podían ser percibidos a más de 2 kilómetros de distancia. “Yo llegué de trabajar de San Salvador a las 9 de la noche. Aquel ambiente era terrible. Y solo encontré a un vecino que estaba temblando de miedo. Yo, como estaba cansado, me acosté y dije: si me lleva la correntada que me halle dormido, así no voy a sentir”, cuenta Miguel Martínez.
A la misma hora, Emilio Zepeda y su familia salieron en una lancha de madera con rumbo a la isla Teopán. “Aquello daba miedo. Mi padrastro estaba arrepentido de no haberse salido cuando pasaron los de la alcaldía”, recuerda. La correntada de agua pasaba a pocos metros de su casa y temieron que llegara a alcanzarlos. Debajo de aquella gran lluvia, remaron hacia la isla. Envueltos con capas, llegaron a la isla y amarraron la lancha en unos árboles. El nerviosismo era notorio en todos. No pudieron dormir por lo incómodo, ya que toda la noche pasaron sentados en la misma posición, por lo angosto de la lancha.
“Afectó más que los terremotos”
El lunes 3 de octubre, a las 6 de la mañana, Miguel Martínez fue a observar los destrozos que la erupción había provocado. “La colonia que estaba frente al Club Coatepeque había desaparecido. Lo único que había era un gran barranco como de 7 metros de hondo. Y vi que el templo de la Iglesia de Dios había desaparecido. No quedó ni señas”, dijo.
Martínez, de complexión delgada y piel morena, recuerda casi todos los detalles de lo sucedido. Él fue el primero en encontrar a una anciana que fue arrastrada por la corriente. “Cuando vi que la niña Teresa estaba trabada en el alambrado del cerco, corrí a ver y llamé al 911”.
El cantón Los Planes fue el más afectado por la erupción y por la lluvia: quedó irreconocible. “Afectó más que los terremotos de 2001 porque se llevó los cultivos, los árboles, las casas y nos sacó corridos”, comentó Humberto Barrientos.
El retorno
Algunos habitantes del lugar consideran que, en total, fueron 15 días los más críticos.
Gumersindo Galán y su familia estuvieron refugiados en la Escuela Centroamericana, en el municipio de El Congo. En ese albergue había más de 400 personas. La ayuda nunca cesó. Durante el tiempo que permanecieron, no les faltó ropa ni comida. Aunque considera que es estresante estar en un mismo lugar sin poder hacer nada. “Yo lo que hacía era ponerme a hablar con los soldados que prestaban seguridad, para no aburrirme.”
En la primera semana de enero de 2006, tres meses después de la erupción del Ilamatepec, los directores de las escuelas comenzaron a exigir a los refugiados que desalojaran el lugar. A pesar de que muchos no tenían adonde ir, se vieron obligados a desalojar. “La directora de la escuela llegaba con el montón de alumnos y nos decían que nos fuéramos, porque ya iban a empezar las clases. Y como todos los días llegaba a decir lo mismo, la cosa iba en serio”, dijo Gumersindo.
Así fue como el 3 de enero, Gumersindo Galán y su esposa decidieron desalojar el lugar. Temía volver porque no sabía si encontraría su casa después de lo sucedido. “Y como decidí salirme, la mayoría de gente me siguió. Gracias a Dios hallé mi casa parada todavía.”
Un 70% de las personas regresó a vivir al cantón Los Planes, del lago de Coatepeque. Algunos sin tener viviendas. A pesar de que grandes cantidades de tierra cultivable quedó inservible, las personas han tratado la manera de sobrevivir.
Unos pocos fueron beneficiados con proyectos de casas en la Colonia el Trébol y Camones, en Santa Ana. Y los que se han quedado, confían en que el volcán ya no será una amenaza. Al menos durante algunos años.
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5 comentarios:
Pues esta bueno al menos hasta la mitad que lei, la otra mitad final no se, por que no lo lei, estaba muy largo
Me parece que tu crónica es muy buena José :D es una visión muy interesante y entretenida :) Me gusto musho. Lore
A mi me gustó, Felicidades. tambien quiero saber si LAJA MAYA, se encuentra abierto al publico, ya que hace muchos años que no voy, y despues de lo del volcan me entere que estubo cerrado.
buena historia jose.
Hola manuel, pues dejame contarte que sí, el turicentro laja maya sigue abierto al publico. gracias por tu comentario
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